No salgo mucho. La verdad es que tampoco hablo mucho, de hecho, se podría decir que no hablo. Vivo solo, en un bloque de pisos de Madrid. Tengo bastantes vecinos pero no tengo mucho contacto con ellos aunque suelo verlos todos los días por la ventana de mi casa.
Mi casa es muy pequeña, se podría decir que es muy acogedora, asfixiantemente acogedora, pero no me quejo, ni siquiera elegí esa casa; tampoco tiene mucha luz, sólo una gran ventana en la estancia principal. Porque mi casa es una especie de loft con las cuatro paredes de la estructura principal, sin estancias separadas por más paredes, donde todo está a mano, aunque últimamente apenas queda espacio libre.
No tengo demasiados muebles, se podría decir que únicamente vivo entre papeles. Los papeles, por decirlo de algún modo, son mi vida, el motivo por el que estoy vivo; pero tampoco eso me disgusta.
No recuerdo haber vivido antes en ningún otro sitio. La única persona con la que tengo contacto, o mejor dicho, lo tenía, es Martín, Martín Fáñez Gascón que es como se llama. Tengo relación con él porque dejan sus cartas en mi casa. No sé por qué ocurre eso, sólo las dejan allí y él solía ir periódicamente a recogerlas. Yo creo que Debe de tratarse de un error, pero lo cierto es que nunca me ha importado que eso ocurriese.
Martín tiene una llave de mi casa, es muy curioso porque yo no recuerdo haberle dado ninguna llave, pero la tiene y cuando quiere va y recoge sus cartas.; bueno, ahora ya no va a recogerlas pero de eso les hablaré más adelante. Martín era mi única visita y no duraba mucho; entraba, cogía sus cartas y se marchaba. Nunca se ha quedado a charlar, creo que intuía que a mí no me gusta hablar demasiado. Solía ir por la mañana, aunque a veces parecía habérsele olvidado y se apresuraba a recoger su correo por la noche, antes de irse a dormir.
Haciendo memoria creo que Martín y yo no hemos hablado nunca. Él a veces entraba murmurando algo, a veces incluso tarareando alguna cancioncilla, pero no hablábamos. Yo tampoco le he dicho nunca nada, nos habituamos a ese contrato social discreto y silencioso. Las cartas de Martín llegaban a mi casa y Martín entraba a por ellas cuando quería, sin preguntas, sin conversaciones absurdas sobre el clima; sólo las cogía y se marchaba mirando quién se las enviaba.
A mí nadie me envía cartas, es irónico, ¿verdad?, nadie me envía cartas y sin embargo a mi casa llegan las de otra persona. Creo que no tengo familia, quizá por eso nadie me escribe. Pero eso es algo que no me quita el sueño. Que yo recuerde siempre he vivido solo, así que, ya estoy más que acostumbrado.
A Martín nunca le han escrito mucho, la verdad. No crean que soy un cotilla pero suelo mirar quién le escribe. Tampoco es muy difícil evitarlo, ya les he dicho que mi casa es muy pequeña y que vivo rodeado de esas cartas, sobre todo ahora. Esas cartas son el único acontecimiento importante que me sucede cada día y es muy difícil que no me interese por examinarlas.
Lo cierto es que los días para mí son demasiado largos. Me aburro sobremanera en casa todo el día, yendo de aquí para allá y esperando a que llegue la correspondencia, la de Martín, claro.
No quiero que crean que debido a mi soledad y mi aburrimiento, a mi vida sedentaria y ermitaña, necesito curiosear en las vidas de los demás para sentirme a gusto; es sólo que sus cartas llegan a mi casa y yo sólo les echo un vistazo para distraerme, un vistazo superfluo e inocente, sin manosearlas ni ponerlas al trasluz para intentar descubrir su contenido, ni siquiera he intentado abrirlas con vapor o con alguno de esos trucos que aparecen en las películas de espionaje para leerlas y después cerrarlas como si no hubiese pasado nada.
Esas cartas suponían todo el diálogo que existía entre Martín y yo. Era la manera indirecta que teníamos de comunicarnos; él me contaba cosas de su vida cotidiana a través de esas cartas. Así, por ejemplo, sé que pertenecía al Círculo de Lectores porque periódicamente recibía catálogos con las últimas novedades literarias. También sé que compraba habitualmente vinos a través de internet o en qué entidad financiera tenía su dinero. Ese tipo de detalles que la gente confiesa en cordiales conversaciones de ascensor o mientras toma un café, Martín me las decía silenciosamente y sin pretenderlo, al menos no demasiado, mediante su correspondencia diaria.
Recibir esas cartas era la misión de mi vida y mi vida se limitaba a una carta y la siguiente, lo que sucedía entre una carta y otra es incierto, nebuloso, como volutas de un vapor espeso frente a la inerte indiferencia de mis ojos.
Mi casa era la ventana entre Martín y el mundo exterior. Martín tenía su vida y desde la oscuridad de mi casa, alguien desde algún sitio le decía algo. Aunque a decir verdad, aún siguen diciéndoselo pese a que Martín no pueda recibirlo; pero de eso les hablaré luego. Mi casa es ese lugar oscuro y misterioso donde aparecen casi por arte de magia los distintos aspectos de la vida de Martín; yo no tengo nada que ver con él, mi casa no tiene nada que ver con él y sin embargo es desde ahí desde donde el exterior se comunica con Martín. Las cartas aparecen y Martín las recogía y a eso es a lo que se reduce el mundo, alguien escribe algo y otra persona lo recibe.
Suelo mirar bastante por la abertura de la puerta de mi casa. Paso horas mirando por ahí. No suele ocurrir nada particularmente interesante, la verdad, pero no tengo nada mejor que hacer así que, miro por la rendija de la puerta.
El tipo del segundo sale todos los días antes de las ocho, supongo que para ir a trabajar y todos los días maldice el sueño que tiene y se promete no irse a dormir tan tarde la noche siguiente, pero por la mañana vuelve a maldecir y bostezar. La chica del tercero y sus hijos suelen bajar en tropel quejándose por lo terriblemente tarde que es y rogando que el autobús aún no haya pasado. Esos críos son hiperactivos, no paran de saltar por las escaleras, de pelear entre ellos y de cantar canciones de los dibujos animados que su estresada madre les pone mientras desayunan; incluso después de un maratoniano día de colegio y actividades extraescolares, llegan a casa dando los mismos saltos y cantando las canciones con la misma energía con la que lo hacen por la mañana.
Aunque las mañanas son intensas, el resto del día suele transcurrir con total tranquilidad. El silencio reina en la comunidad, que es bastante apacible y sosegada y no suele ocurrir nada fuera de los típicos y cotidianos episodios domésticos que cada mañana alborotan los portales.
Algunos fines de semana escucho el estruendo que en la calle forman grupos de jóvenes que vuelven de fiesta de madrugada. La verdad es que no duermo mucho y suelo escuchar esas cosas. Una vez oí ruido dentro del portal y por la apertura de la puerta observé cómo dos sombras avanzaban torpemente por la oscuridad del pasillo y se sentaban al pie de la escalera. Eran un chico y una chica, intuyo que jóvenes y escuché atento cómo charlaban en voz baja. El joven parecía nervioso y hablaba muy rápido mientras que la chica escuchaba riendo de vez en cuando. Luego se hizo el silencio y comprendí que se estaban besando; sonidos húmedos y respiraciones agitadas se apoderaron de aquel descansillo y a los pocos minutos y sin decir aún ni una palabra se levantaron y se marcharon. Yo nunca he salido con nadie, creo que nunca he tenido oportunidad de hacerlo.
También solía observar a Martín cuando recogía las cartas de mi casa. A veces se quedaba en el rellano sentado leyendo alguna, en las que la dirección estaba escrita a mano. En el remite pude observar que le escribía con mucha frecuencia una tal Irene que debe ser su novia, creo que no es nadie de su familia porque no tiene apellidos en común con Martín. Una vez vi cómo Martín lloraba desconsoladamente mientras leía una carta de Irene y desde aquel día, Irene no le ha vuelto a escribir nada más. Lo cierto es que tras aquello Martín estaba más alicaído de lo habitual; ya les he dicho que no recuerdo que Martín y yo hayamos cruzado nunca ni una sóla palabra, pero tras la última carta de esa mujer iba a recoger su correo cabizbajo y taciturno.
Las únicas cartas que Martín recibía que no fuesen del banco o de las asociaciones a las que estaba inscrito eran de Irene.
Tampoco he visto a Martín salir nunca por la noche y llegar de madrugada con clara apariencia de haber estado de fiesta durante toda la noche como los jóvenes del ático, que todos los fines de semana se ponen sus americanas y sus camisas sin corbata, cruzan riendo el portal y luego llegan, en ocasiones cuando ya ha amanecido, con notables caras de cansancio; pero Martín, que yo recuerde, nunca ha hecho eso.
Creo que Martín llevaba una vida solitaria y eso me quedó patente con el “incidente”. ¡Ah, es verdad! aún no les he hablado de eso. En realidad es el final de la historia, lo cierto es que no sé por qué les estoy contando todo esto, es probable que la vida de Martín les importe un carajo. Pues bien, el incidente sucedió hará unas cinco o seis semanas. Martín llevaba cuatro o cinco días sin bajar a mi casa a recoger su correspondencia. El primer día no me extrañó ya que les he dicho que a veces se le olvidaba y luego iba al día siguiente a por ella. Pero pasó el segundo día y Martín tampoco bajó a por sus cartas. He de confesar que eso me alarmó un tanto, pues durante años Martín no se había descuidado más de un día en recoger sus cartas.
Me planteé la posibilidad de que se hubiese ido de viaje, incluso al cuarto día consideré que era probable que se hubiese mudado, pero deseché esa posibilidad ya que si se hubiese ido, al menos hubiera recogido sus últimas cartas en esa dirección. Así que las cartas fueron acumulándose en mi casa y Martín seguía sin dar señales de vida. Un viernes por la tarde escuché un gran jaleo en la calle, se escuchaban muchos motores encendidos por lo que me asomé deprisa a la rendija de la puerta de mi casa y acto seguido señores con bata, señores con una camilla y cinco o seis señores con el uniforme de policía irrumpieron en el edificio con gran estrépito.
Al cabo de un rato en la camilla y cubierto con una sábana yacía un bulto. La confusión me puso bastante nervioso ya que no conseguía entender qué estaba ocurriendo. Escuché con atención las palabras de los señores con bata y el corazón me dio un vuelco cuando le dijo a uno de los policías:
—Con razón se quejaban del hedor los vecinos, éste tío lleva muerto por lo menos una semana. ¡Menuda estampa!, había roto el techo del baño y se había colgado de una de las tuberías. ¿Sabemos ya quién es?.
—En la cartera que hemos encontrado en su mesilla figura como Martín Fáñez Gascón. Dijo el policía.
No podía dar crédito a lo que aquellos hombres decían, no sabía nada de la vida de Martín, pero me estremeció que su vida acabase de esa manera. Aunque sólo puedo teorizar sobre la más que demostrada miserable vida de Martín, no puedo más que especular acerca de las razones que lo llevaron a acabar con su vida en la soledad de un estrecho cuarto de baño y por supuesto, sólo puedo elucubrar porque al fin y al cabo yo sólo soy su buzón. Así que, ¿qué puedo decirles yo?. Solo estoy seguro de que yo vivía mientras Martín tenía vida y la prueba de que Martín estaba vivo eran sus cartas. El mundo tenía constancia de su existencia y le escribía y yo vivía de esa existencia tan ajena a mí. Pero ahora que Martín no vive, yo también he perdido la vida.
Las vidas, por tanto, son banales, irrelevantes, las vidas no tienen importancia alguna, las vidas están vacías como los besos rápidos de aquellos adolescentes en la oscuridad de la incómoda escalera.
Todas las vidas empiezan igual y todas las vidas terminan igual. No importa si una vida es intensa y llena de acontecimientos o aburrida hasta la extenuación, da igual si es breve u octogenariamente larga, eso no importa, todas comienzan de la misma manera y acaban del mismo modo. Esto hace que lo que pasa en el período intermedio no sirva absolutamente para nada. Un niño huérfano de las favelas de Brasil nace del mismo modo que el heredero de un poderoso aristócrata al igual que un importante empresario muere de la misma forma que el más miserable de los mendigos. Vivir no significa nada y por lo tanto, la vida no merece la pena ser vivida.
Mi casa es muy pequeña, se podría decir que es muy acogedora, asfixiantemente acogedora, pero no me quejo, ni siquiera elegí esa casa; tampoco tiene mucha luz, sólo una gran ventana en la estancia principal. Porque mi casa es una especie de loft con las cuatro paredes de la estructura principal, sin estancias separadas por más paredes, donde todo está a mano, aunque últimamente apenas queda espacio libre.
No tengo demasiados muebles, se podría decir que únicamente vivo entre papeles. Los papeles, por decirlo de algún modo, son mi vida, el motivo por el que estoy vivo; pero tampoco eso me disgusta.
No recuerdo haber vivido antes en ningún otro sitio. La única persona con la que tengo contacto, o mejor dicho, lo tenía, es Martín, Martín Fáñez Gascón que es como se llama. Tengo relación con él porque dejan sus cartas en mi casa. No sé por qué ocurre eso, sólo las dejan allí y él solía ir periódicamente a recogerlas. Yo creo que Debe de tratarse de un error, pero lo cierto es que nunca me ha importado que eso ocurriese.
Martín tiene una llave de mi casa, es muy curioso porque yo no recuerdo haberle dado ninguna llave, pero la tiene y cuando quiere va y recoge sus cartas.; bueno, ahora ya no va a recogerlas pero de eso les hablaré más adelante. Martín era mi única visita y no duraba mucho; entraba, cogía sus cartas y se marchaba. Nunca se ha quedado a charlar, creo que intuía que a mí no me gusta hablar demasiado. Solía ir por la mañana, aunque a veces parecía habérsele olvidado y se apresuraba a recoger su correo por la noche, antes de irse a dormir.
Haciendo memoria creo que Martín y yo no hemos hablado nunca. Él a veces entraba murmurando algo, a veces incluso tarareando alguna cancioncilla, pero no hablábamos. Yo tampoco le he dicho nunca nada, nos habituamos a ese contrato social discreto y silencioso. Las cartas de Martín llegaban a mi casa y Martín entraba a por ellas cuando quería, sin preguntas, sin conversaciones absurdas sobre el clima; sólo las cogía y se marchaba mirando quién se las enviaba.
A mí nadie me envía cartas, es irónico, ¿verdad?, nadie me envía cartas y sin embargo a mi casa llegan las de otra persona. Creo que no tengo familia, quizá por eso nadie me escribe. Pero eso es algo que no me quita el sueño. Que yo recuerde siempre he vivido solo, así que, ya estoy más que acostumbrado.
A Martín nunca le han escrito mucho, la verdad. No crean que soy un cotilla pero suelo mirar quién le escribe. Tampoco es muy difícil evitarlo, ya les he dicho que mi casa es muy pequeña y que vivo rodeado de esas cartas, sobre todo ahora. Esas cartas son el único acontecimiento importante que me sucede cada día y es muy difícil que no me interese por examinarlas.
Lo cierto es que los días para mí son demasiado largos. Me aburro sobremanera en casa todo el día, yendo de aquí para allá y esperando a que llegue la correspondencia, la de Martín, claro.
No quiero que crean que debido a mi soledad y mi aburrimiento, a mi vida sedentaria y ermitaña, necesito curiosear en las vidas de los demás para sentirme a gusto; es sólo que sus cartas llegan a mi casa y yo sólo les echo un vistazo para distraerme, un vistazo superfluo e inocente, sin manosearlas ni ponerlas al trasluz para intentar descubrir su contenido, ni siquiera he intentado abrirlas con vapor o con alguno de esos trucos que aparecen en las películas de espionaje para leerlas y después cerrarlas como si no hubiese pasado nada.
Esas cartas suponían todo el diálogo que existía entre Martín y yo. Era la manera indirecta que teníamos de comunicarnos; él me contaba cosas de su vida cotidiana a través de esas cartas. Así, por ejemplo, sé que pertenecía al Círculo de Lectores porque periódicamente recibía catálogos con las últimas novedades literarias. También sé que compraba habitualmente vinos a través de internet o en qué entidad financiera tenía su dinero. Ese tipo de detalles que la gente confiesa en cordiales conversaciones de ascensor o mientras toma un café, Martín me las decía silenciosamente y sin pretenderlo, al menos no demasiado, mediante su correspondencia diaria.
Recibir esas cartas era la misión de mi vida y mi vida se limitaba a una carta y la siguiente, lo que sucedía entre una carta y otra es incierto, nebuloso, como volutas de un vapor espeso frente a la inerte indiferencia de mis ojos.
Mi casa era la ventana entre Martín y el mundo exterior. Martín tenía su vida y desde la oscuridad de mi casa, alguien desde algún sitio le decía algo. Aunque a decir verdad, aún siguen diciéndoselo pese a que Martín no pueda recibirlo; pero de eso les hablaré luego. Mi casa es ese lugar oscuro y misterioso donde aparecen casi por arte de magia los distintos aspectos de la vida de Martín; yo no tengo nada que ver con él, mi casa no tiene nada que ver con él y sin embargo es desde ahí desde donde el exterior se comunica con Martín. Las cartas aparecen y Martín las recogía y a eso es a lo que se reduce el mundo, alguien escribe algo y otra persona lo recibe.
Suelo mirar bastante por la abertura de la puerta de mi casa. Paso horas mirando por ahí. No suele ocurrir nada particularmente interesante, la verdad, pero no tengo nada mejor que hacer así que, miro por la rendija de la puerta.
El tipo del segundo sale todos los días antes de las ocho, supongo que para ir a trabajar y todos los días maldice el sueño que tiene y se promete no irse a dormir tan tarde la noche siguiente, pero por la mañana vuelve a maldecir y bostezar. La chica del tercero y sus hijos suelen bajar en tropel quejándose por lo terriblemente tarde que es y rogando que el autobús aún no haya pasado. Esos críos son hiperactivos, no paran de saltar por las escaleras, de pelear entre ellos y de cantar canciones de los dibujos animados que su estresada madre les pone mientras desayunan; incluso después de un maratoniano día de colegio y actividades extraescolares, llegan a casa dando los mismos saltos y cantando las canciones con la misma energía con la que lo hacen por la mañana.
Aunque las mañanas son intensas, el resto del día suele transcurrir con total tranquilidad. El silencio reina en la comunidad, que es bastante apacible y sosegada y no suele ocurrir nada fuera de los típicos y cotidianos episodios domésticos que cada mañana alborotan los portales.
Algunos fines de semana escucho el estruendo que en la calle forman grupos de jóvenes que vuelven de fiesta de madrugada. La verdad es que no duermo mucho y suelo escuchar esas cosas. Una vez oí ruido dentro del portal y por la apertura de la puerta observé cómo dos sombras avanzaban torpemente por la oscuridad del pasillo y se sentaban al pie de la escalera. Eran un chico y una chica, intuyo que jóvenes y escuché atento cómo charlaban en voz baja. El joven parecía nervioso y hablaba muy rápido mientras que la chica escuchaba riendo de vez en cuando. Luego se hizo el silencio y comprendí que se estaban besando; sonidos húmedos y respiraciones agitadas se apoderaron de aquel descansillo y a los pocos minutos y sin decir aún ni una palabra se levantaron y se marcharon. Yo nunca he salido con nadie, creo que nunca he tenido oportunidad de hacerlo.
También solía observar a Martín cuando recogía las cartas de mi casa. A veces se quedaba en el rellano sentado leyendo alguna, en las que la dirección estaba escrita a mano. En el remite pude observar que le escribía con mucha frecuencia una tal Irene que debe ser su novia, creo que no es nadie de su familia porque no tiene apellidos en común con Martín. Una vez vi cómo Martín lloraba desconsoladamente mientras leía una carta de Irene y desde aquel día, Irene no le ha vuelto a escribir nada más. Lo cierto es que tras aquello Martín estaba más alicaído de lo habitual; ya les he dicho que no recuerdo que Martín y yo hayamos cruzado nunca ni una sóla palabra, pero tras la última carta de esa mujer iba a recoger su correo cabizbajo y taciturno.
Las únicas cartas que Martín recibía que no fuesen del banco o de las asociaciones a las que estaba inscrito eran de Irene.
Tampoco he visto a Martín salir nunca por la noche y llegar de madrugada con clara apariencia de haber estado de fiesta durante toda la noche como los jóvenes del ático, que todos los fines de semana se ponen sus americanas y sus camisas sin corbata, cruzan riendo el portal y luego llegan, en ocasiones cuando ya ha amanecido, con notables caras de cansancio; pero Martín, que yo recuerde, nunca ha hecho eso.
Creo que Martín llevaba una vida solitaria y eso me quedó patente con el “incidente”. ¡Ah, es verdad! aún no les he hablado de eso. En realidad es el final de la historia, lo cierto es que no sé por qué les estoy contando todo esto, es probable que la vida de Martín les importe un carajo. Pues bien, el incidente sucedió hará unas cinco o seis semanas. Martín llevaba cuatro o cinco días sin bajar a mi casa a recoger su correspondencia. El primer día no me extrañó ya que les he dicho que a veces se le olvidaba y luego iba al día siguiente a por ella. Pero pasó el segundo día y Martín tampoco bajó a por sus cartas. He de confesar que eso me alarmó un tanto, pues durante años Martín no se había descuidado más de un día en recoger sus cartas.
Me planteé la posibilidad de que se hubiese ido de viaje, incluso al cuarto día consideré que era probable que se hubiese mudado, pero deseché esa posibilidad ya que si se hubiese ido, al menos hubiera recogido sus últimas cartas en esa dirección. Así que las cartas fueron acumulándose en mi casa y Martín seguía sin dar señales de vida. Un viernes por la tarde escuché un gran jaleo en la calle, se escuchaban muchos motores encendidos por lo que me asomé deprisa a la rendija de la puerta de mi casa y acto seguido señores con bata, señores con una camilla y cinco o seis señores con el uniforme de policía irrumpieron en el edificio con gran estrépito.
Al cabo de un rato en la camilla y cubierto con una sábana yacía un bulto. La confusión me puso bastante nervioso ya que no conseguía entender qué estaba ocurriendo. Escuché con atención las palabras de los señores con bata y el corazón me dio un vuelco cuando le dijo a uno de los policías:
—Con razón se quejaban del hedor los vecinos, éste tío lleva muerto por lo menos una semana. ¡Menuda estampa!, había roto el techo del baño y se había colgado de una de las tuberías. ¿Sabemos ya quién es?.
—En la cartera que hemos encontrado en su mesilla figura como Martín Fáñez Gascón. Dijo el policía.
No podía dar crédito a lo que aquellos hombres decían, no sabía nada de la vida de Martín, pero me estremeció que su vida acabase de esa manera. Aunque sólo puedo teorizar sobre la más que demostrada miserable vida de Martín, no puedo más que especular acerca de las razones que lo llevaron a acabar con su vida en la soledad de un estrecho cuarto de baño y por supuesto, sólo puedo elucubrar porque al fin y al cabo yo sólo soy su buzón. Así que, ¿qué puedo decirles yo?. Solo estoy seguro de que yo vivía mientras Martín tenía vida y la prueba de que Martín estaba vivo eran sus cartas. El mundo tenía constancia de su existencia y le escribía y yo vivía de esa existencia tan ajena a mí. Pero ahora que Martín no vive, yo también he perdido la vida.
Las vidas, por tanto, son banales, irrelevantes, las vidas no tienen importancia alguna, las vidas están vacías como los besos rápidos de aquellos adolescentes en la oscuridad de la incómoda escalera.
Todas las vidas empiezan igual y todas las vidas terminan igual. No importa si una vida es intensa y llena de acontecimientos o aburrida hasta la extenuación, da igual si es breve u octogenariamente larga, eso no importa, todas comienzan de la misma manera y acaban del mismo modo. Esto hace que lo que pasa en el período intermedio no sirva absolutamente para nada. Un niño huérfano de las favelas de Brasil nace del mismo modo que el heredero de un poderoso aristócrata al igual que un importante empresario muere de la misma forma que el más miserable de los mendigos. Vivir no significa nada y por lo tanto, la vida no merece la pena ser vivida.