lunes, 7 de julio de 2014

Arthur Rimbaud, «Hambre»

Si de algo tengo ganas,
sólo de tierra y de piedra es.
Yo siempre almuerzo aire,
rocas, carbones, hierro.

Hambres mías, girad, pastad hambres
la pradera de los sonidos.
Atraed el alegre veneno 
de las enredaderas.

Comed las piedras rotas,
las viejas piedras de la iglesia;
los guijarros de los viejos diluvios;
Panes sembrados de los grises valles.

El lobo gritaba bajo las hojas,
escupiendo las hermosas plumas
de su festín de aves.
Como él, yo me consumo.

Las ensaladas, las frutas,...
sólo esperan las cosechas.
Pero la araña del seto
no come sino violetas.

Duérmome yo,
hierba yo,
los altares de Salomón.
El caldo corre sobre la herrumbre
y se mezcla con el cedrón.

Por último, oh felicidad, oh razón,
aparté cielo lo azul, que es negro,
y viví, chispa de oro
de la luz natural.
De alegría, adoptaba la más bufonesca y
extraviada expresión posible:

¡Ha sido encontrada! 
¿Qué? La eternidad. 
Es el mar mezclado con el sol.

Eterna alma mía,
observa tu anhelo
pese a la noche sola
y el día en llamas.

Y así tú te desprendes 
de humanos sufragios 
y de anhelos comunes,
vuelas al albur.

—Ya se alejó la esperanza, 
nunca ya más orietur. 
Tan sólo ciencia y paciencia. 
El suplicio es sin albur.

Ha sucumbido el mañana. 
Brasas ardientes de raso, 
es el deber vuestras llamas.

¡Se la volvió a encontrar!
—¿Qué?— La eternidad. 
Es el mar mezclado con el sol.
Fotografía de Manuel Machado

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